El sueño de Atocha

Derribar un estadio es fácil. Los explosivos y las excavadoras hacen el trabajo en poco tiempo. Matar un estadio es mucho más difícil. Una vez desaparecido el espacio físico, sobreviven el espacio sentimental y la memoria. Y eso en el fútbol es importantísimo.

Aquel lugar infernal y fabuloso llamado Atocha no expiró en 1993, cuando la Real Sociedad se mudó a Anoeta. En Atocha, donde ya no se juega al fútbol, quedaron demasiadas cosas vivas. Cuando se hundieron las gradas hacía sólo una década de aquellos dos años prodigiosos, 1981 y 1982, en los que la Real ganó dos Ligas consecutivas, las dos únicas Ligas de su historial, con un equipo sin extranjeros. Eran otros tiempos y otro mundo. El éxito alcanzado por los Zamora, Satrústegui, López Ufarte, Arconada y Alonso ya no será superado jamás. Nunca nadie, al margen del Real Madrid y del Barcelona, será capaz de volver a ganar dos campeonatos seguidos. El Valencia estuvo cerca (2002 y 2004). Ahora es impensable.

La Real tuvo buenos momentos después de convertirse en sociedad anónima y estrenar Anoeta. Fue tercera en 1998, con una plantilla de esforzados, y segunda en 2003 gracias a la dirección de un chavalín llamado Xabi Alonso, a la creatividad de Karpin y a los goles de Nihat y Kovacevic. Pero entonces llegaron la crisis y, en 2007, el descenso.

Para entender lo que había ocurrido antes y lo que ocurrió entonces recomiendo la lectura de Mi abuela y diez más, un librito delicioso de Ander Izaguirre. Le copio un párrafo: «Sufrí poco porque en algún momento pensé que preferiría seguir con la Real en Segunda, si a cambio pudiéramos existir como un club decente; es decir, sin deudas monstruosas, sin enormes ayudas públicas camufladas, sin administradores judiciales, sin esperpentos de inversores chinos fantasmales, sin convertir el maldito fútbol en el centro de las preocupaciones sociales, que es precisamente lo que ocurrió en aquellos años. Yo pensaba: y si rechazásemos las subvenciones chanchulleras y los tratos de favor, si nos conformásemos con los ingresos que pudiéramos obtener de manera limpia, si tuviéramos un presupuesto ocho veces menor, si montásemos un equipito de veinte chavales de casa que pululara tranquilamente por Segunda División y que alguna vez, oh, nos diera el alegrón de subir a Primera por unos años, si fuéramos así de decentes, entonces sí que me enamoraría de este equipo».

Es el sueño de la estabilidad y la honradez. El sueño de escapar a la vorágine del fútbol contemporáneo, que se traga instituciones venerables y hace cada vez más fuertes a los más fuertes. Es el sueño de Atocha. Esta temporada, la tercera desde el retorno a Primera, la Real Sociedad se ha ganado otra vez un puesto en la Liga de Campeones. Y ante eso no hay sueño de estabilidad que valga. ¿A quién se le ocurre ahora suspirar por una competición modesta y apacible? San Sebastián tiene garantizadas unas cuantas noches locas.

Vigo y los celtistas de la diáspora también se han ganado un año más en el fragor de Primera, y Balaídos, de momento sin reforma, continuará siendo Balaídos: otro nombre de resonancias antiguas, cargado de barro y fútbol en blanco y negro.

El consuelo de la estabilidad modesta ya no valdrá en Riazor o La Romareda, nombres igualmente clásicos. Tampoco valdrán añoranzas en el Iberostar mallorquín, que por no tener no tiene ni un nombre de los que evocan glorias pasadas. El descenso, ahora, supone una amenaza de muerte. En el fútbol de las deudas monstruosas, las ayudas públicas camufladas y los inversores esperpénticos, perder la categoría puede llevar al desastre absoluto. La única burbuja aún por estallar es la del balón. Casi todos los clubes, menos los dos monstruos, corren peligro. Sin embargo, el estallido hará más daño a quien esté más expuesto, a quien cargue con deudas dignas de Wall Street y juegue en campos pelados.

Otros estadios desaparecerán.

Atocha, en cambio, podrá dar con tranquilidad un paso más hacia la muerte. Es decir, hacia el recuerdo dulce y lejano que dejan las personas y las cosas que fueron importantes, que ya no están y que ya no hacen falta. Anoeta necesita sólo unas cuantas noches europeas, como la de 1979 contra el Inter, que traía un 3-0 de San Siro y en Atocha acabó encerrado y salvado por los postes (2-0), o la de 1983 contra el Hamburgo, una semifinal de la Copa de Europa que se empató en San Sebastián y se perdió en Alemania por un suspiro (injusto y en fuera de juego).A Anoeta le falta sólo un poco de lo que tuvo Atocha, derrotas gloriosas incluidas, para convertirse en un nuevo estadio clásico.